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'En cuanto a mí, sigo creyendo en el paraíso. Sin embargo ahora sé que no se trata de ningún lugar concreto'

miércoles, 18 de julio de 2012

Cita con el amor


La redonda esfera del gran reloj montado sobre la casilla de información, en la estación Grand Central, marcaba las seis menos seis minutos.
Desde el andén venía un teniente del ejército, alto y joven, que levantó la cara bronceada y entrecerró los ojos para ver la hora exacta. Lo espantaba el ritmo con que latía su corazón, pues no podía controlarlo. Dentro de seis minutos se encontraría con la mujer que ocupaba un lugar tan importante en su vida desde hacía trece meses; aunque nunca la había visto, sus palabras escritas lo acompañaban y le servían de infalible apoyo.
Se instaló tan cerca como pudo de la ventanilla de información, apenas apartado de la multitud que asediaba a los empleados. El teniente Blandford recordaba una noche en particular, la peor de la lucha, en que su avión quedó aislado en medio de una escuadrilla de Zeros. En esos momentos había podido ver la sonriente mueca de uno de los pilotos enemigos.
En una de sus cartas había confesado a esa mujer que a menudo sentía miedo; pocos días antes de esa batalla le llegó la respuesta:
"Es natural que tengas miedo... A todos los hombres valientes les pasa lo mismo. ¿Acaso el rey David no conoció el miedo? Por eso escribió el Salmo 23. La próxima vez que dudes de ti, quiero que oigas mi voz recitando: Sí, aunque camine por el valle de las sombras y la muerte, no temeré al mal, porque Tú estás conmigo". Y él recordó; esa voz imaginaria renovó su fuerza y su destreza.
Ahora estaba a punto de oír su verdadera voz. Seis menos cuatro minutos. Aguzó la mirada.
Bajo el inmenso techo estrellado, la gente caminaba de prisa, como si fueran hebras de color que estuvieran formando una trama gris.
Una joven pasó junto al teniente Blandford, haciéndole dar un respingo. Llevaba dos flores en la solapa del traje, pero eran arvejillas carmesí, no las dos rosas atadas con una cinta del mismo color, que habían acordado.
Además era demasiado joven, andaría por los 18 años, mientras que Hollis Meynell le había dicho francamente que tenía 30. "Bueno, ¿que importa? -había contestado él... Yo tengo 32." En realidad eran 29.
Su mente volvió a aquel libro, el libro que el mismo Dios debía de haber puesto en sus manos,
entre los centenares de libros que la biblioteca del ejército enviaba al campo de entrenamiento de Florida. Era la condición humana; estaba lleno de notas escritas por una mano femenina.
Siempre había detestado esa costumbre de escribir en los libros, pero esos comentarios eran distintos. Nunca había creído que una mujer pudiera contemplar el corazón de un hombre con tanta ternura y comprensión. En la primera hoja figuraba su nombre: Hollis Meynell.
Se procuró una guía telefónica de la ciudad de Nueva York para buscar su dirección. Le envió una carta, a la que ella respondió. Aunque lo embarcaron al día siguiente, la correspondencia continuó. 
Por espacio de trece meses ella le había contestado puntualmente. Más aún: le escribía aunque no llegaran cartas suyas. Ahora él estaba seguro de amarla y de ser correspondido.
Sin embargo, contra todos sus ruegos, ella se había negado a enviarle una fotografía. Eso pintaba mal, por supuesto. Pero ella le había dado una explicación: "Si lo que sientes por mí es real y tiene una base honesta, no te importará mi aspecto. Digamos que soy hermosa. Siempre me acosaría la sensación de que tú habías apostado a que lo fuera, y esa clase de amor me disgusta. Supón que soy fea (y debes admitir que esto es más probable). En ese caso, me quedaría el temor de que hubieras continuado escribiéndome por pura soledad, porque no tenías a nadie. No, no me pidas una foto. Me verás cuando vengas a Nueva York y entonces tomarás tu decisión. Recuerda que, a partir de ese momento, los dos tenemos derecho a cortar
o a seguir, a voluntad".
Seis menos un minuto. Dio una profunda pitada al cigarrillo. De pronto el corazón del teniente Blandford saltó más alto que su avión.
Una joven venía hacía él. Era alta y delgada; el pelo rubio caía en rizos junto a las orejas delicadas. Los ojos tenían el azul de ciertas flores; los labios y el mentón, líneas de suave firmeza. Con ese traje verde claro parecía la primavera en persona.
Él se acercó, sin prestar atención al hecho de que ella no llevaba rosa alguna. Una sonrisa provocativa curvó los labios de la joven.
-¿Me acompaña, soldado? murmuró.
No pudo menos que dar un paso hacia ella. Entonces vio a Hollis Meynell.
Estaba de pie, justo detrás de la joven: una mujer bien entrada en los cuarenta años, con el pelo entrecano apretado bajo un sombrero raído. Era más que rolliza; tenía tobillos gruesos y calzaba zapatos de tacón bajo. Pero llevaba dos rosas sujetas con una cinta, en la arrugada solapa del abrigo marrón. La muchacha del traje verde claro se alejaba a paso rápido.
Blandford se sentía como partido en dos entre su intenso deseo de seguir a la joven y su profundo anhelo de estar con la mujer cuyo espíritu le había prestado compañía y apoyo. Allí estaba. Vio dulzura y sensatez en la cara pálida y regordeta. En sus ojos grises había un centelleo cálido y bondadoso.
El teniente Blandford no vaciló. Aferró aquel gastado ejemplar de La  condición humana, encuadernado en cuero azul, que debía identificarlo ante ella. Aquello no sería amor, pero sí algo quizá más raro y precioso: una amistad que cabría agradecer eternamente.
Se cuadró e hizo la venia, alargando el libro ante la mujer, si bien incluso mientras hablaba lo impresionó la amargura de su desilusión.
-Soy el teniente John Blandford y usted... usted es la señorita Meynell... Me alegra mucho que haya podido venir. ¿Me permite invitarla a cenar?
La cara de la mujer se ensanchó en una sonrisa tolerante.
-No sé a qué se debe todo esto, hijo -contestó-. Esa joven del traje verde claro, la que acaba
de pasar, me rogó que me pusiera estas rosas en el abrigo. me encargó decirte, si me  invitabas a salir, que te espera en el restaurante "Le Bistro" de enfrente. Dijo que era una especie de prueba... Tengo dos hijos sirviendo a la patria, así que no me molestó hacerles este favor.


Sulamith Ish-Kishor

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